Juan Fco. Martín Seco
El gasto público en sanidad no se
libra de la ofensiva que desde hace treinta años están sufriendo los gastos de
protección social en la mayoría de los países, y por supuesto también en
España. Se aduce como justificación la tendencia creciente que experimenta esta
partida presupuestaria, y las dificultades que puede presentar en el futuro su
financiación. Es un hecho incuestionable que en este periodo el gasto en
sanidad ha crecido notablemente en todos los países desarrollados. Pero esta
aseveración no tendría por qué ser en sí misma motivo de alarma o de zozobra,
sino, más bien, aceptarse como algo razonable e incluso positivo que el Estado
debería incentivar.
La sanidad es lo que se llama en
Economía un bien superior. Su consumo aumenta con la renta más que
proporcionalmente, por lo que parece coherente que en los distintos países, a
medida que se incrementa el PIB, se dedique una mayor proporción de este a
gastos de salud. El desarrollo económico va en paralelo con el desarrollo
técnico. La aparición de nuevos descubrimientos y de una tecnología cada vez
más avanzada en el campo sanitario implica también que el coste de estos
servicios se eleve de manera significativa.
Por otra parte, no cabe hablar de
insuficiencia financiera. De una u otra forma, las sociedades tendrán que
detraer del PIB una parte cada vez mayor destinada a cubrir este tipo de
necesidades. El único problema radica en saber si la provisión va a ser privada
o pública, es decir, si se va a financiar a través del precio o mediante
impuestos.
El hecho de que la sanidad sea
privada en ningún caso reduce la proporción del PIB que haya que destinar a
ella. El caso más evidente es el de Estados Unidos, donde el gasto sanitario
por habitante es tres veces el de nuestro país, a pesar de que una parte
importante de la población no disfruta de la cobertura necesaria (el 16,5 %
carece por completo de protección y el 56 % dispone de cobertura limitada).
No parece, por otra parte, que
España tenga un consumo excesivo en materia sanitaria. Nuestro país ocupa en
casi todos los índices de asistencia un puesto bajo. Según datos de la OCDE,
España dedicó en el año 2009, el 9,5 % del PIB a la sanidad (pública y privada)
con un gasto per cápita de 3.067 dólares por persona y año. Dentro de la OCDE,
se sitúa en la media en cuanto al porcentaje de PIB que dedica a este capítulo,
pero muy por debajo de la media de la Europa de los 15 y de países como Estados
Unidos (17,4 %), Holanda (12,0), Francia (11,8), Alemania (11,6), Dinamarca
(11,5), Canadá (11,4), Austria (11,0), Bélgica (10,9), Nueva Zelanda (10,3),
Portugal (10,1), Suiza (10,0), Reino Unido (9,8), y parecido al de Grecia y al
de Irlanda. La comparación empeorará si el parámetro escogido es el gasto por
habitante y año. Nuestro país se sitúa entonces incluso por debajo de la media
de la OCDE (3.223 dólares).
Conviene señalar que la recesión
económica ha disparado el porcentaje del PIB que España dedica a sanidad. Del 7
% en 2007 al 9,5 % en 2009. La razón hay que buscarla, sin embargo, no tanto en
el incremento del numerador (gasto) como en el descenso, o al menos
estancamiento, del denominador (PIB). La evolución en nuestro país del gasto
público en sanidad no es desde luego nada satisfactoria, y no ha seguido el
mismo ritmo de crecimiento de la población española.
En los momentos actuales, tras la
crisis económica y el estropicio cometido al pasar la competencia en la
asistencia sanitaria a las Comunidades Autónomas, vuelve a tomar fuerza la
falacia de que no nos podemos permitir el actual gasto sanitario, falacia
porque, como se ha dicho, de una o de otra forma hay que pagarlo y todo depende
de qué presión fiscal queramos asumir. La alternativa del copago es otra forma
de financiarlo, pero mucho más regresiva que la fiscal.
Cuando se propone la modalidad del
copago hay que tener claro qué es lo que se pretende conseguir, si una forma de
financiar el gasto sanitario o una manera de moderar el consumo. Si la
finalidad es esta última (y ese parece ser el objetivo cuando nos referimos a
él como cheque moderador), tendremos que preguntarnos qué consumo se trata de
moderar si el superfluo o el necesario. Parece bastante claro que es
precisamente sobre el necesario sobre el que tendrá un efecto más palmario. Es
muy dudoso que las clases medias y altas renuncien a las prestaciones que creen
necesarias, sobre todo si el cheque tiene un carácter testimonial. Sin embargo,
puede tener un fuerte carácter desincentivador para las clases bajas, en
especial en los tratamientos preventivos a los que todos los especialistas de
la salud conceden tanta relevancia.
La pretensión de discriminar la
aportación por la capacidad económica presenta también grandes inconvenientes.
De hecho, cualquier procedimiento de copago suele acarrear un incremento en los
costes administrativos que, en algunos casos, puede terminar por absorber el
ahorro buscado; pero el coste, además, se hace prohibitivo cuando hay que
discriminar en función de la capacidad económica del contribuyente. Para eso
está el IRPF. En Hacienda Pública está casi todo inventado. Lo lógico es
establecer fuertes impuestos progresivos y prestaciones universales. Las
prestaciones deben ser universales, en primer lugar, por la complejidad que conlleva
cualquier tipo de limitación y, en segundo lugar, por una razón más de fondo,
terminaríamos en una sanidad para pobres y otra para ricos, una educación para
pobres y otra para ricos. Cuando los servicios públicos son usados únicamente
por las clases modestas acaban deteriorándose. La única forma de que exista una
presión popular para su correcto funcionamiento es que su utilización se
extienda a las clases medias y altas, ya que son las que crean opinión. El
sistema fiscal posee suficientes mecanismos para realizar una tarea
discriminatoria.
La financiación de la sanidad no
debe plantearse, por tanto, al margen y separadamente del problema de la
financiación del sector público en su conjunto. Y puestos a recortar partidas
de gasto, no parece que tenga que ser la asistencia sanitaria la elegida en
primer lugar.
España tiene hoy un fuerte potencial
fiscal por desarrollar (nuestra presión fiscal es seis puntos inferior a la
Europa de los 15), y existen mecanismos para dotar a nuestro sistema tributario
de suficiente capacidad recaudatoria para financiar no solo la sanidad sino la
totalidad de los gastos sociales.
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