Juan Fco. Martín Seco
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Una superchería domina a menudo el discurso económico,
la de la necesidad. Es frecuente escuchar a los gobiernos que tal o cual medida
es necesaria. “Ya nos gustaría no tener que hacerlo, pero no queda otra
alternativa”. Y esta letanía es recogida y difundida por los altavoces
mediáticos de los poderes económicos que lo repiten una y otra vez, hasta que
la población acaba aceptándola como verdad indiscutible. Sin embargo, pocas
realidades serán tan contrarias a la ciencia económica como la necesidad. La economía
comienza como disciplina allí donde se da la posibilidad de elegir entre
distintas opciones. En presencia del determinismo, el problema económico
desaparece.
Según la famosa definición de Robbins, dos son los
parámetros que enmarcan la actividad económica: la escasez y la alternancia. Si
falta cualquiera de estos elementos no podemos hablar de problema económico.
Escasez no se identifica con necesidad, sino con limitación. Los recursos son
limitados pero de usos alternativos. Y ante cualquier medida económica siempre
caben una o varias opciones. Bien es verdad que la elección de una u otra nunca
suele ser neutral. Se beneficia a determinados grupos y se perjudica a otros.
Desde mayo de 2010, los sucesivos gobiernos, primero
el del PSOE y más tarde el del PP, han ido adoptando todo un abanico de
medidas de tal calado que están modificando sustancialmente la estructura social,
el marco de relaciones laborales y hasta la misma condición de nuestro Estado.
El actual presidente del Gobierno ha pedido en rueda de prensa “un pequeño
esfuerzo” -¿pequeño?-, “unos pocos euros necesarios para el sostenimiento de la
educación o de la sanidad pública”. “Son cosas que no nos gusta hacer”, ha
dicho, “pero son totalmente necesarias para el sostenimiento de la sanidad o la
educación pública”. “En este momento no hay dinero para atender el pago de los
servicios públicos. No hay dinero porque hemos gastado mucho”.
Esta última aseveración, aplicada al Estado, carece
totalmente de fundamento. Si algún sector ha gastado mucho en la etapa anterior
ha sido el privado. Se mida como se mida, el sector público español se ha
mantenido en un nivel de gasto muy inferior al de otros países, como ahora se
dice, de nuestro entorno, a los que según se proclama se pretende imitar; y la
comparación se hace mucho más negativa para España si a lo que nos estamos
refiriendo es a los gastos sociales.
Los problemas actuales de las finanzas públicas tienen
su origen en la enorme caída de los ingresos ocasionada por la recesión
económica y por las tres reformas fiscales extraordinariamente regresivas (dos
del anterior gobierno del PP y una del último gobierno del PSOE),
instrumentadas principalmente en el IRPF y en el impuesto de sociedades. En su
momento, se vendía la peregrina idea de que no iban a tener impacto en la
recaudación y se propagaba el espejismo de que la bajada impositiva se
realizaba sin coste alguno, es decir, sin contrapartida, sin aumento de otros
impuestos o reducción y menoscabo de los servicios públicos o de las
prestaciones sociales. Ahora, sin embargo, se afirma que no hay dinero y se
opta por la peor solución posible que es la de hacer pagar al usuario.
En esta materia, como en cualquier otra de las áreas
de la disciplina económica, las alternativas existen. Los servicios públicos se
pueden financiar mediante impuestos o a través de un precio; cuando se mantiene
que son insostenibles lo único que se está diciendo es que no se desea
sufragarlos mediante tributos. Financiarlos total o parcialmente a través del
precio no es más que una opción, y una de las peores porque se hace depender la
educación o la asistencia sanitaria de la capacidad económica del usuario,
destruyendo la igualdad de oportunidades que, aunque escasa, el Estado social
había generado.
La excusa de aplicar la progresividad al copago carece
totalmente de fundamento. Para eso existen los impuestos que se pueden hacer
tan progresivos como se desee. Además, aumentarán enormemente la carga
burocrática y el coste de tramitación, tanto más si se lleva a cabo, como es
lógico, por departamentos ministeriales ajenos al de Hacienda desconocedores
por completo de este tipo de procedimientos. Volvemos a ser testigos de
ocurrencias sin reflexión y estudio, de modo que se cometerán de nuevo burdas
equivocaciones como la de caer en el error de salto, creando enojosos agravios
comparativos.
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